Opinión | De buena tinta

Soledad y verano

Hoy llego a casa con el corazón calentito. Mi mujer y yo hemos acompañado la celebración de cumpleaños de una amiga con la que el cariño y la afinidad están por encima de las posibilidades o no de verse.

La agenda jamás será un absoluto cuando se tiene claro quiénes son aquellos que forman parte de tu pensar, de tu sentir y de tu vivir. Porque no siempre el verse forja pilares, ni el no verse provoca olvidos. La vida es mucho más compleja que todo eso.

Tanto ella como su esposo siguen siendo testimonio de uno de los verbos más pasados de moda «en este tiempo hostil, propicio al odio», que diría el poeta Ángel González: perseverar.

Entre ella y él se sostienen, contra viento y marea. Ella, con la sonrisa más luminosa que, en todo espacio y en todo tiempo, haya podido resplandecer sobre la tierra. Y él, con la mirada más profunda y delicada con la que jamás nadie podrá mirarla.

Alrededor, los hijos apuntalan, y también la familia y los amigos. Y allí, todos juntos, de nuevo, los vimos crecer y hacerse viejos y fuertes con nosotros: todo ello a golpe de antiguas fotografías en pantalla que, por recordar lo que fuimos, no dejan de mostrarnos, en el fondo, lo que hoy por hoy somos. Un espejo de realidad que despierta las memorias que se ven y las que no se ven, mientras nos dejamos mecer por melodías secretas de ayer, de hoy y de siempre. Canciones que para cada cual, y también para ellos, son capaces de evocar mil y un recuerdos.

Cuando cumplamos cien años, llegado el caso en el que el Señor nos los conceda, son estos momentos de cariño y de sostén los que van a verse tallados en la piedra de la memoria, y no otros.

En mitad de estas sensaciones, es mi amiga Claudia la que me avisa y me recuerda que no todo el mundo cuenta con este sostén social que, le pese a quien le pese, es baluarte y fortaleza frente a los vaivenes vitales. Y es que por mucho que la moda venda la iconografía del lobo solitario y asocial, al personal, joven o viejo, le gusta que lo quieran. A todos nos emociona que, en la hora más sombría, comparezcan nuestras huestes portando los estandartes del cariño incondicional, mientras en el horizonte braman los tambores de la guerra.

Pero Claudia, que ve donde los demás no ven, me recuerda y me pone en alerta: no todo el mundo es portador de este gran privilegio, porque la soledad, como enemigo terrible, también asola vidas y bien se encarga de procurar destruir los cimientos de nuestra esperanza.

No sólo los perros, me dice Claudia, son abandonados en verano como cosificaciones del cariño de juguete que usamos y tiramos cuando nos viene en gana. Y no hay campaña publicitaria que los salve más allá de la toma de conciencia de aquellos que susurran, como Claudia, verdades al oído. Y es que también nuestros ancianos, me insiste, representan un colectivo de vulnerabilidad más que patente. Un colectivo que, en las más desagradecidas horas del estío, sufre la ignominiosa soledad y el más flagrante de los desentendimientos: ellos, que tanto sostuvieron, se encuentran ahora sin sostén, mientras la vida crece a golpe de red social y los encuentros reales decrecen a golpe de pereza. Y si, quizá, alguna vez te vi, hoy no me acuerdo ni te echo cuentas, tanto más si la vida ha dejado de sonreírte. «Cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras».

Ya lo decía Gloria Fuertes: «Y leemos que hay muertos y pasamos la hoja, y nos pisan el cuello y nadie se levanta, y nos odia la gente y decimos: ¡la vida!».

Por eso son tan importantes los cumpleaños como el de hoy, ya por sesenta: encuentros vitales que nos enlazan, una y otra vez, con la fortaleza de los nuestros y en los que, frente a la dureza y el desgaste corporal del tiempo, se nos sigue forjando un espíritu indómito de acero, nunca inmune a la tristeza, ojo, pero sí a toda forma de desesperanza.