Opinión | De buena tinta

Otra más de la calle Victoria

Se parece demasiado a esa habitación donde todo cabe, todo se arrambla y nada se limpia

Foto de archivo de la calle Victoria.

Foto de archivo de la calle Victoria. / Arciniega

La calle Victoria, señoras y señores, hace lo que puede, y mucho es. Demasiado tiene con lo suyo. No les negaré que a cada uno le duele su barrio, y que si el ascua y la sardina propia y qué sé yo, pero la calle Victoria sobrevive aún a costa de su propio drama.

Entre dos titanes malagueños como son la plaza de la Merced y el santuario de la Victoria, la línea que los une respira ajena a toda reforma, acumulando asco de sí misma y haciendo de la suciedad y la estrechez su propia esencia. Los negocios de los particulares tienen más confianza en esta calle que el propio Ayuntamiento de Málaga, siendo la inversión privada el único inyector de saneamiento que consigue, al menos, provocar el lavado de cara de una vía esencial que, por dejada, pareciera estarlo incluso de la mano de Dios.

Hostelería, librerías, supermercados, arreglos florales y colegios la sostienen en volandas, pero, ¡ay!, poco puede hacerse cuando la estrechez inoperante y la mugre crónica van cogidas de la mano como penuria endémica del tránsito.

Los contenedores de basura, normalmente desbordados y desparramados, asolan en hilera la línea de esta vía central que es tan de barrio, tan tradicional, y, al mismo tiempo, de tan potenciales miras de cara a la estampa pública de Málaga, pues uniendo las mieles de Alcazabilla y Merced con el santuario de la Patrona, la calle Victoria se convierte en una arteria que debiera contribuir generosamente al urbanismo, no sólo con funcionalidad, sino con belleza.

Sin embargo, subir o bajar la calle Victoria se alza para todo peatón como una epopeya infame donde taparse la nariz y cerrar los ojos frente a la basura manifiesta sea, quizá, lo menos gravoso. Aceras estrechas y maltrechas dificultan la densidad de un paseo insostenible, mientras los deseos de soterrar todo lo soterrable emergen inevitables cada vez que la ruta, arriba o abajo, nos regala otra rata muerta, o viva, que circunda sus aledaños ajena a toda culpa, salvo a la de cursar el efecto llamada que a su especie le reclaman los desechos más variopintos.

Existen en la calle Victoria hoteles cucos y collejos que han optado por teñir la cristalera de su escaparate exterior con el tinte de lo translúcido, de manera que el individuo que tome café en sus salones lo pueda hacer ajeno a la puerca realidad de la calle que habita, lo cual ya es triste: ojos que no ven, corazón que no siente.

Y en esta suerte de desequilibrio urbanístico, el peatón es quien hace lo que puede, subsistiendo por empedrados de acera irregulares y mínimos que, incluso en ciertos tramos, llegan a reducirse hasta los márgenes del ridículo, obstruyendo toda posibilidad de que una persona pueda cruzarse con otra sin poner pie en la carretera.

Por eso mismo, la trama y el drama de la calle Victoria es realidad sufriente y paciente que se alza con carácter entitativo de la misma, y prohibir aparcamientos y colocar guirnaldas en días de romería no es más que pasar un paño por lo que mira la suegra ya que, al final, cuando la jarana concluye, no queda más que la misma cochambre entre el cielo y la tierra. Ya lo cantaba Serrat con la ironía de la crítica más descarnada: «Se acabó, el sol nos dice que llegó el final, por una noche se olvidó de que cada uno es cada cual; vamos bajando la cuesta, que arriba en mi calle se acabó la fiesta».

Porque la calle Victoria se parece demasiado a esa habitación donde todo cabe, todo se arrambla y nada se limpia. Mares de tráfico rodado y peatonal fluyen sin parar como sangre densa e incontenible que inundara vena vieja: una vena en la que lo asfaltado consiente no sólo el tráfico arriba y abajo, sino también el margen de aparcamiento y el sumatorio interminable de contenedores de basura que, con las tapas abiertas o cerradas, qué más da, acumulan y desparraman, repito, podredumbre de todo mar y toda tierra, mientras la Patrona se tapa los ojos y la Merced arruga la nariz y afea la mirada a la subida, planteándose, tal vez con el corazón roto, que, quizá, lo mejor sea darse la vuelta o tirar por Lagunillas.