Opinión | El ruido y la furia

Verano

La marea sigue los pasos de los niños, que no saben que el tiempo todavía se pone de su lado

Una playa de El Palo.

Una playa de El Palo. / Gregorio Marrero

Escribir columna es, puede ser, muchas cosas, pero finalmente resulta ser una costumbre, un hábito, una forma de vida. Escribe uno columnas a todas horas, a veces sobre el papel o con teclado y pantalla, pero otras muchas solo en la memoria, pensadas y guardadas «para cuando no haya», como decía César Vallejo que había que hacer con un día. «Un día de verano», me atreví a corregir una vez al gran maestro.

En esta costumbre mía de escribir columnas que adquirí va para cuatro décadas, siempre, por estas fechas, dedico una al verano. Este año me hice el propósito de saltarme el rito más que nada por si pudiera estar poniéndome pesado, pero se ve que tengo más apego a mis liturgias que a mi voluntad y a mi mesura. De modo que no lo he podido evitar, acaso porque aquí está el verano, recién llegado, y la memoria me devuelve de pronto el aljibe, su penumbra, el latido de la eternidad goteando aquel primer asomo de nostalgia. En mi memoria somos siempre niños el verano y yo, dormido el tiempo todavía junto a la luz del agua.

Nítidamente recuerdo que en aquellos días azules el verano llegaba primero a las acacias. Siempre dudando si ser fuego o agua, un rumor de vuelo, o de sangre, llenaba el aire. Luego corría por las calles a pleno sol, delante de mí, sin sombra, haciendo estallar la luz. Y estaban también los vencejos… No saben los vencejos volar despacio. Van sobre el tiempo, azulmente, esperando a que la luz recuerde el camino hacia el origen. Acaso el verano sea un pájaro y una luz, el vuelo y su estela. Acaso los brazos tendidos y la herida, los cauces azules del sueño. Acaso el zaguán del tiempo hecho flor y lumbre.

Sea como fuere, sé que por San Juan se despereza el mar y el aire queda poseído de luz. El calor se mece en la orilla y hay un sopor que, despacio, va deshilachando el día. La marea sigue los pasos de los niños, que no saben que el tiempo todavía se pone de su lado.

Y cada solsticio la misma pregunta. ¿Qué edad tiene esta luz? ¿En qué mañana su latido cóncavo dio el primer latido al tiempo? Miro por la ventana. Ahora mismo está construyendo el azul temprano, tímido aún, del mar, y tiembla, aterida, como un puñado de ceniza. Se hará vieja en otra parte, no volverá. En el umbral de otro verano se hará sombra en algún verso.

Tengo comprobado que en el jazmín de mi patio afinan su canto las estaciones y a veces los pájaros y a veces también el silencio. Y que una sílaba de luz, como una moneda encontrada, se posa trayendo el verano. No es mucho, apenas unas migas de eternidad, levedades, pero sin las que vivir y escribir columnas sería un oficio triste.