Opinión | Tribuna

Tiempos difíciles

El eje franco-alemán ha sido el motor de la Unión desde su fundación. Y ahora presenta grave riesgo de griparse. Que España haya enfrentado mejor el zarpazo no es consuelo

La extrema derecha no ha dejado de crecer con fuerza en Europa desde la Gran Recesión de 2008. La buena noticia es que, si en las dos elecciones al Parlamento europeo que precedieron a las del domingo pasado el porcentaje de escaños obtenidos por los movimientos antieuropeístas aumentó un 6% en cada ocasión, en estas últimas ese crecimiento fue de poco menos de un 3%, aunque haya sido la gota que empieza a desbordar el vaso. La mala, que prácticamente el 25% de los eurodiputados elegidos, uno de cada cuatro, pertenecen ya a partidos que combaten los derechos y libertades que están en la esencia de la Unión.

El historiador británico Eric Hobsbawm, uno de los más reputados representantes de la escuela marxista, caracterizó el período que va de 1914 a 1945, en el que el mundo padeció dos guerras y una pandemia universales, una depresión económica global, la consolidación del comunismo y el auge y caída de los fascismos, como la Era de las Catástrofes. La historia nunca se repite. Por eso, no cabe decir que atravesemos un momento igual que el que se vivió en la primera mitad del pasado siglo. Pero, si no se repite, a menudo rima, como apostilló Mark Twain. Y desde 1945 nunca como ahora las democracias liberales habían estado sometidas a mayor desprestigio ni los gobernantes autoritarios (Trump, Putin, Xi Jinping) habían gozado de tanto crédito ni de tanto poder sin contrapeso.

Las fuerzas moderadas que lideraron en las últimas décadas el mayor período de paz y prosperidad de Europa (conservadores y democristianos, socialdemócratas, liberales y también ecologistas) consiguieron en las votaciones del pasado fin de semana mantener la mayoría en la Cámara legislativa de la Unión Europea. Pero esa mayoría mengua elección tras elección (ahora todos juntos suman el 63%) y el resultado de estas votaciones ha provocado un sismo en los dos países de mayor peso: Alemania, donde los neonazis han escalado al segundo puesto, y Francia, donde la renovada ultraderecha de Marine Le Pen ha arrasado, obligando al presidente Macron a convocar de inmediato elecciones legislativas de pronóstico incierto. El eje franco-alemán ha sido el motor de la Unión desde su fundación. Y ahora presenta grave riesgo de griparse. Que España haya enfrentado mejor el zarpazo no es consuelo: las marejadas llegan siempre un poco más tarde aquí. Pero llegan.

Resulta aterrador ver que un partido que disculpa a las SS pueda hacerse con gobiernos en Alemania y haya derrotado a los socialdemócratas del canciller Scholz. Que en un territorio que sufrió la ocupación nazi como los Países Bajos la ultraderecha controle el Ejecutivo y en otro, como Austria, haya ganado las elecciones. Que en la cuna del fascismo, Italia, gobiernen los neofascistas. O que algunos de los que se reclaman herederos de De Gaulle, en Francia, se muestren dispuestos a colaborar con los sucesores de aquellos contra los que el general llamó a luchar. Como aterrador es que Putin haya declarado una guerra de conquista en suelo europeo mientras amenaza al mundo con su arsenal nuclear. Que Trump pueda volver a presidir Estados Unidos después de haber instigado un golpe de Estado en la mayor democracia del planeta. O que Xi Jinping sea, en medio de este caos, el único fiel de la balanza, a cambio claro de que China pueda hacer negocio con sus platillos y exhibir como un éxito su modelo de partido único.

Conservadores y socialdemócratas ya han comenzado los contactos para renovar su entendimiento en el Parlamento europeo y pactar la composición de la comisión y la presidencia del Consejo de la UE. Esos acuerdos puede que tranquilicen a los dirigentes de los principales partidos. Pero no serán suficientes si se quiere, no sólo contener la deriva autoritaria, sino revertirla. Para eso haría falta una unidad de acción, al menos en la defensa efectiva de los principios básicos y en el desarrollo de políticas y pedagogías que combatan las razones de fondo del malestar que alimenta a la extrema derecha, que vaya más allá de las instituciones europeas y se sustancie en la política doméstica de los países que forman la Unión. Porque el Europarlamento sólo es la consecuencia de lo que en ellos se está viviendo.

En uno de los capítulos de ‘El Ala Oeste de la Casa Blanca’, una de las series que transformó la televisión a finales del pasado siglo, el presidente Bartlet le explica a su jefa de Prensa, C. J. Cregg, la diferencia entre un pesimista y un optimista. «Un pesimista es ese tipo que dice: la cosa ya no puede ir peor». ¿Y un optimista?, pregunta C. J. «El optimista es el que contesta: ¡Claro que puede!». Demasiados dirigentes políticos europeos están en la primera categoría, la de los pesimistas que piensan que hemos tocado fondo y que lo único que se puede hacer es repetir los acuerdos que han existido hasta aquí. Como si eso no hubiera demostrado ya sobradamente que no es suficiente. Esperemos que tras el aldabonazo del domingo se conviertan en optimistas según la definición de Bartlet y comprendan por fin que, si no son capaces de sustraerse a la radicalización en sus propios Estados, España entre ellos, la ola seguirá creciendo hasta hacerse tsunami.

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