Opinión | Tres en línea

Un fantasma recorre Europa (y ya no es el comunismo)

Europa no ha conseguido grandes avances en una auténtica federalización que le permita tener una fiscalidad común, una acción exterior conjunta y sin fisuras y una política de defensa decidida y consensuada

Un fantasma recorre Europa (y ya no es 
el comunismo)

Un fantasma recorre Europa (y ya no es el comunismo) / L. O.

Las elecciones europeas que hoy se celebran registrarán, probablemente, altos niveles de abstención. A pesar de que la Unión se ha convertido en el actor decisivo en materia económica, reguladora, social y, a la postre, política para todos sus países miembros, Europa no ha conseguido grandes avances en una auténtica federalización que le permita, por ejemplo, tener una fiscalidad común, una acción exterior conjunta y sin fisuras y una política de defensa decidida y consensuada. Es indudable que los estados miembros han hecho una relevante cesión de soberanía y que la libertad de movimientos de personas y bienes, las medidas de compensación y nivelación y la moneda única han sido instrumentos de gran impacto, pero los mecanismos de toma de decisiones y el poder de los Estados para condicionarlas siguen siendo un problema, sobre todo en momentos de graves crisis como la de 2008, la cuestión migratoria o las guerras de Ucrania, en suelo europeo, y Gaza. Pero, sobre todo, Europa no ha conseguido construir un relato potente que ponga en valor el imponente escudo que supone para sus miembros. De ahí esa baja participación que se teme, a pesar de que no hay especialista que no haya subrayado que las de este domingo son una de las convocatorias más cruciales para el futuro de la Unión. Estas serán, además, unas elecciones con lecturas a distintos niveles, todas ellas importantes. A saber.

1. ¿Qué Europa? Durante setenta años, el entendimiento entre conservadores y liberales con socialdemócratas y, puntualmente, Verdes, ha sido la clave de bóveda sobre la que se ha construido el edificio europeo. Por primera vez, esa estabilidad, y con ella la propia definición de lo que debe ser la UE, está seriamente en cuestión por el posible ascenso, con intensidad hasta aquí no vista, de la ultraderecha. Los partidos de la Internacional extremista han variado su estrategia. Han pasado, de poner en cuestión la propia existencia de la UE, a pretender, como algunos de sus líderes han proclamado durante la campaña electoral sin ambages, copar suficiente poder en ella para cambiarla desde dentro. Ya no quieren abortarla, sino dominarla. Convertirla en la Europa confesional cristiana, blanca y, en todo caso, conglomerado de naciones que reivindican recuperar parte de la soberanía que sacrificaron en beneficio del conjunto. Una Europa insolidaria, que a largo plazo probablemente no sería capaz de sobrevivir.

La derecha aprendió una lección tras la Segunda Guerra Mundial. No se puede vender el alma al diablo y pensar que no se la va a cobrar. La izquierda socialdemócrata también asumió que el entendimiento en los grandes temas con esa derecha conservadora y liberal, en lugar de ir a la confrontación directa, permitía avances sociales y económicos estables y duraderos, mientras que el enfrentamiento visceral impedía el desarrollo del que debían beneficiarse en primer lugar las clases medias y las más necesitadas. La derecha, sin embargo, se ve ahora en la tentación de contaminarse de los presupuestos políticos de los ultraconservadores, creyendo que con ello podrá mantenerse y mantenerlos a ellos, de algún modo, a raya. Como digo, la lección de la historia dice que ese es un error fatal.

En los últimos días, Von der Leyen, la líder conservadora alemana que opta a repetir como presidenta de la comisión aunque no compite por escaño en las elecciones, ha matizado su discurso. Al principio apuntó a una sorprendente por lo ingenua división entre extremistas «aceptables» (la neofascista italiana Meloni) o «repudiables» (la Agrupación Nacional de Le Pen). Con ello, además de mostrar su debilidad, no consiguió otra cosa que «normalizar» el discurso de los ultras. En la recta final, con encuestas que sostienen que el crecimiento de la ultraderecha será fuerte, pero que socialistas y, sobre todo, Verdes y liberales, puede que aguanten el tirón, ha vuelto al discurso de la coalición amplia, pero moderada. Veremos.

2. Las naciones. El segundo nivel de análisis esta noche, cuando se conozcan los resultados (más tarde de lo acostumbrado en España, porque hasta las once no se cierran los colegios en Italia y no se pueden comunicar datos en ningún país antes), será inevitablemente cómo se ha comportado el electorado en los distintos países miembros, pero sobre todo en los más importantes por peso (Francia, Alemania, Italia, España) y en los del Este (Polonia, Hungría, principalmente). Todo lo que pase en ellos va a ser relevante. Pero por encima de todos se sitúa Francia.

La opinión pública francesa empieza a interiorizar que el antiguo Frente Nacional puede situar en las próximas elecciones presidenciales a Marine Le Pen en el Elíseo. Francia no es sólo un país fundador de la UE, que sólo pudo nacer de la reconciliación entre París y la otra pata principal del consenso europeo, Berlín. Es, sobre todo, un símbolo. Si la ultraderecha arrasa ahora allí, se confirmará esa sensación de inevitabilidad de que Marine Le Pen sea la próxima presidenta de la República.

Se están produciendo, sin embargo, movimientos inesperados que habrá que ver cómo computan en la noche electoral: el Partido Socialista galo ha resucitado de forma sorpresiva y los pronósticos auguran un mejor resultado del que se temía hace menos de un año. Y la Francia Insumisa de Melenchón, la izquierda radical dispuesta incluso a dejar paso a la ultraderecha en la segunda vuelta de las presidenciales, parece desinflarse conforme pasan los días. Las perspectivas de Macron no son buenas. Pero Macron se crece en estas refriegas. El país, sin embargo, tiene una situación complejísima, con una deuda desorbitante que por sí solo no va a ser capaz de reducir a valores asumibles sin acometer medidas drásticas. Necesita más Europa pero se encamina a votar menos UE.

En cuanto a Alemania, el riesgo de que los herederos de la ideología nazi crezcan de forma exponencial es evidente. La esperanza es que pese a todo, conservadores y socialdemócratas aguanten relativamente el tipo, como en cierto modo ha ocurrido en los Países Bajos, que votaron el viernes, y cuyas encuestas a pie de urna, aun cuando apuntan a un fuerte crecimiento de los extremistas, que ya están en el gobierno, dan por ganadora a la coalición de socialdemócratas y verdes. Si también se les consigue contener en Polonia o en los países escandinavos, la situación será grave, más cuando los discursos del odio ya han empezado a traducirse en violencia física, la última de cuyas víctimas fue este viernes la primera ministra danesa, socialdemócrata. Pero también podrá ser reversible si impera la responsabilidad y la conciencia del desafío.

3. El plebiscito español. Si hay algún país cuya economía, y su protección social, depende de Europa, ese es España. La mitad de las leyes que se aprueban en Madrid se deciden en Bruselas. Los fondos que permiten a la economía española estar en una sorprendente situación de crecimiento económico son también europeos.

Y, sin embargo, por enésima vez la campaña electoral no ha girado en torno a Europa, sino sobre la política nacional. La amnistía, el enfrentamiento con los jueces, la endeblez y la falta de discurso propositivo de Feijóo, las manifestaciones callejeras, la imputación de la esposa del presidente Sánchez y su polémica contestación por carta a través de las redes sociales, la moción de censura fake a la que el líder del PP se mostró dispuesto aunque para ello tuviera que sentarse en la misma mesa con Abascal y Puigdemont… Esos han sido los temas que han polarizado (más) esta semana, aunque la calle ha dado signos de estar pensando en las playas antes que en las urnas.

Antes de que esta campaña empezara, el PP daba por segura una victoria amplia y el PSOE sólo jugaba a salvar en la medida de lo posible los muebles. Pero las proclamas de Sánchez y de Feijóo en los actos de cierre han sido muy expresivas sobre cómo eso ha cambiado. Sánchez incluso se atrevió a alardear de un posible triunfo socialista. Feijóo lanzó el mensaje de que, si el PP no ganara ahora, «no nos van a tumbar». Así que a priori las espadas están en alto, aunque lo que vale es el recuento de papeletas. Un dato es evidente: Sánchez se está comiendo el voto de Sumar y de Podemos, cuya competencia puede terminar de liquidarlos a ambos, mientras Feijóo no consigue quitarse de encima el peso de Vox.

Pueden pasar muchas cosas a partir de este domingo, pero si el resultado del PSOE es mejor del esperado, el del PP peor del que aspiraban y la investidura de Illa se complica en Cataluña al punto de que hubiera que volver allí a una repetición electoral, no sería descartable que Sánchez haga coincidir esas nuevas elecciones con unas generales. ¿Qué otra forma tiene de sacar adelante una legislatura bloqueada como la que soportamos, con unos presupuestos prorrogados este año pero que corren riesgo cierto de no poder aprobarse tampoco para el próximo ejercicio? El que entraría en ebullición, de darse ese caso, sería el PP, donde Feijóo se ha vuelto a colocar en la delicada posición de ser el que más se juega en esta partida.

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