Opinión | Le Fumoir

Léaud

Ha cumplido 80 años. Junto con Delon, es uno de los pocos supervivientes de la última época dorada del cine francés

Jean-Pierre Léaud

Jean-Pierre Léaud / L.O.

Jean-Pierre Léaud ha cumplido 80 años. Junto con Delon, es uno de los pocos supervivientes de la última época dorada del cine francés. Si cuando pensamos en el “western” nos viene a la cabeza John Wayne, cuando invocamos la “Nouvelle Vague” se nos representa inevitablemente Léaud con sus ojos hipnóticos y su nerviosa melena encarnando a Antoine Doinel, su alter ego. Léaud fue el actor fetiche de François Truffaut, uno de los directores de referencia de esa corriente cinematográfica que acabó convirtiéndose en un género en sí mismo. Doinel fue el antihéroe protagonista de buena parte de sus películas. Estas, junto con las de sus coetáneos –Godard, Rohmer, Chabrol, Malle…- son el fiel y ditirámbico reflejo de una época a caballo entre el bienestar burgués de posguerra y la ociosidad juvenil y contestataria de los 60. Truffaut irrumpe cámara al hombro en el salón de esa clase media acomodada que no vio el 68 venir. Léaud era un muchacho preadolescente cuando protagonizó la obra inaugural de ese nuevo cine francés, “Los 400 golpes” (1959), la triste y conmovedora historia de un niño desarraigado, sin verdaderos vínculos afectivos, un desecho de un sistema todavía basado en la familia como principal arquetipo y andamiaje social. El film es el trasunto de las desventuradas infancias del propio Léaud y de Truffaut. Esa película, cuyo primer visionado hizo llorar al niño-actor, les hizo exorcizar ese trauma primigenio de la falta de amor materno, y esa magistral sesión de psicoterapia con premio en Cannes se convirtió en la primera de una larga serie –Antoine y Colette, Besos robados, Domicilio conyugal, Amor en fuga…- con la familia y las relaciones amorosas como conflicto del ego y enigma irresoluble, y con ese París oscilante entre el blanco y negro y el color como actor secundario y escenario de esas cuitas vitales. La “Nouvelle Vague”, verdadera excepción cultural francesa nacida de la revista “Cahiers du Cinéma” a finales de los 50, busca romper la hegemonía de Hollywood en aquellos años de grandes superproducciones y péplums, mediante la creatividad y la transgresión. Junto con el neorrealismo italiano, fue capaz de tirar del carro de un cine europeo mucho menos subvencionado que el de hoy, que tuvo que reinventarse para sobrevivir. Supuso una revolución no únicamente por los temas –tan franceses como universales- que aborda, sino también por una técnica cinematográfica novedosa, que rompe por vez primera la llamada “tercera pared”, y permite que el protagonista se dirija directamente al espectador mirando a la cámara. Se le definirá como “cine de autor”, lo que a menudo es garantía de una buena siesta en la butaca de la sala, pero también de una invitación a la reflexión sobre cuestiones que a nadie le son del todo ajenas. El director se convierte entonces en una figura omnisciente y todopoderosa –guionista y realizador-, cuyo dictatorial capricho no rinde cuentas ni al productor ni al público no engagé, y cuya presencia roza la ubicuidad delante y detrás de la cámara, con figuras de proyección de su propio yo como la de Truffaut-Léaud-Doinel. Léaud fue motivo de disputa y celos entre Truffaut y su gran antagonista generacional, Jean-Luc Godard. La muerte del primero en 1984 sumió al actor en una terrible depresión de la que tardó años en recuperarse, pues con Truffaut murió buena parte de sí mismo, pues no está en el orden natural de las cosas que la musa sobreviva al poeta. Tras años de sequía tras un inicio de carrera fulgurante, una nueva generación de creadores que habían bebido de las fuentes de aquella nueva ola del cine – Kaurismaki, Bertolucci…- le ayudó a salir del letal encasillamiento, pero esta segunda etapa profesional dejaba traslucir una buena dosis de cinismo y de irremisible nostalgia por aquellos años de juventud espontánea y de libertad absoluta, una época que fue el traje a medida de un actor que fue pleonasmo, pues no ha hecho más que interpretarse a sí mismo con la maestría del que es capaz de confundir al espectador en esa bipolaridad que no es tal entre el cómico y la persona.

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