Opinión | Tribuna

El fin de la lectura obligatoria

En esta sociedad la lectura es residual, y cada vez resulta más difícil crear una trinchera de silencio para abrir un libro

Cantar de Mio Cid.

Cantar de Mio Cid. / L. O.

De todas las lecturas preceptivas en la enseñanza básica y el bachillerato, de entre todas, digo, la única que se me hizo bola, creo, fue el ‘Poema de Mio Cid’. «De las sus bocas todos dizian una razon: / ¡Dios, que buen vassalo si oviesse buen señor!». Pero lo atravesé como pude, sin enterarme de mucho, y ni la espada Tizona ni la Colada ni el caballo Babieca ni doña Jimena ni otros huesos duros de roer me causaron trauma infantil alguno que todavía arrastre. El temario de los de mi quinta, año arriba, año abajo, también incluía el ‘Lazarillo de Tormes’, ‘La Celestina’ y ‘La vida del Buscón’ -hablo de memoria-, cuya lectura, lejos de constituir un descoyuntamiento en el potro de tortura, resultó un festín al cabo, el descubrimiento de la ironía y el empezar a olisquear en la adolescencia cómo funciona este asunto del vivir. Dependía mucho del profe, y el destino se congració con los de mi clase poniéndonos en el camino a doña Pilar Avilés.

Vienen estas batallitas a cuento de que Educació y el Consell Interuniversitari de Catalunya (CIC) han eliminado las lecturas obligatorias, en catalán y castellano, en las pruebas de Selectividad de cara al año próximo. Ni ‘La plaça del Diamant’, de Mercè Rodoreda, ni ‘Nada’, de Carmen Laforet; toma castaña. O sea, el alumno que no curse la rama de las antiguas Letras, por así decirlo, ya no tendrá que leer un libro en su vida, tan solo fragmentos, cachitos, un picadillo deslavazado, un salpicón de textos. Como decía el otro día la periodista Anna Guitart, mediante un dicho catalán la mar de certero, «a cada bugada perdem un llençol»; es decir, cada vez que nos ponemos a lavar en el río, se nos escapa una sábana corriente abajo hasta dar en la mar, que es el morir. Al final, nos quedaremos en cueros vivos.

Me ha parecido entender que parte del intríngulis radica en el tipo de pruebas, en que no puede constreñirse el aprendizaje de la literatura a preguntas tipo test, verdadero o falso, formularios que pueden responderse habiendo memorizado sin más los argumentos con cuestiones similares a esta (ejemplo inventado): «¿Cómo muere la Regenta?»:

a) Ingiere una dosis de arsénico en polvo.

b) Se arroja a las vías del tren.

c) Vencida por el terror, cae sin sentido sobre el pavimento de la catedral, de mármol blanco y negro.

Cambien los exámenes, si hace falta. Pero eliminar los libros no parece una medida salvífica, cuando la comprensión lectora de los chavales catalanes ha caído a los niveles más bajos de Europa y de España (tras Ceuta y Melilla), según el informe internacional Pirls 2021. No memorizar. No obligar. No evaluar. A fuerza de noes y transversalidades me da miedo que acabemos creando analfabetos funcionales.

Pero el síntoma de la escuela va mucho más allá. En esta sociedad la lectura es residual, y cada vez resulta más difícil crear una trinchera de silencio para abrir un libro, comprender una idea o resolver un problema matemático. La complejidad del mundo se jibariza en un tuit, trinchado y simple. Inmediatez, dinero y espectáculo. Es lo que importa. ‘Willkommen im kabarett’.

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