Opinión | ARENAS MOVEDIZAS

Próxima estación, Esperanza

El transporte público es el mejor retrato sociológico que se puede obtener de una ciudad. Una línea de largo recorrido representa un viaje a través de las capas sociales

Varias personas viajan a bordo de un vagón del metro en Madrid.

Varias personas viajan a bordo de un vagón del metro en Madrid. / ShutterStock

En cualquier ciudad el metro es un microcosmos. En su defecto, el autobús. El transporte público constituye un espejo social y un retrato sociológico que va cambiando en tiempo real conforme el tren va agotando estaciones. Una línea de metro de largo recorrido representa un viaje a través de las capas sociales. El ejecutivo y la ejecutiva acceden a los vagones en barrios de ejecutivos y ejecutivas y abandonan el convoy apenas dos, tres o cuatro paradas después, en zonas de negocio, millas de oro y tiendas de lujo. Suben al metro en estaciones con nombres de pintores, de militares de siglos pasados, de navegantes y lo abandonan en calles de conquistadores, de antiguos alcaldes, de nuevos continentes. Qué diferente el paisanaje conforme la línea avanza y los nombres de fuste van dando paso a los santos, a conceptos honorables como la paz y la esperanza o al nombre genérico del barrio, paradas en que desaparecen las corbatas y las mochilas de última generación, el calzado deja de ser italiano y no hay aristócratas ni nombres ilustres que identifiquen la parada.

Las ciudades se ven mejor en la superficie, pero a su ciudadanía se la conoce al punto a unos metros bajo tierra, en el suburbano, ascensores y escaleras mecánicas abajo, en ese mundo subterráneo que huele igual en todas partes, en Madrid que en Barcelona, en París que Valencia. El metro y el autobús son la mezcla de todos los olores de una ciudad. El olor del estudiante, el del trabajador, el de la mujer que sube a diario a la misma hora, el de pachuli, el de marca blanca y el del maestro perfumero; el de la pareja de músicos provista de amplificador que canta desde primera hora de la mañana a cambio de unas monedas. Cada día hay menos monedas disponibles en el metro. Cantar en el metro ya no es lo que era. La pandemia y el confinamiento entronizaron el dinero de plástico. Los músicos del metro no tienen datáfono, aunque admiten Bizum.

El metro y el autobús fueron un día vehículos esenciales de transmisión de la cultura. A falta de otra cosa con que entretenerse durante el viaje, los pasajeros se enfrascaban en el periódico de la mañana o traían el libro de casa. De aquella costumbre quedan hoy las bibliotecas en algunas grandes estaciones. Las bibliotecas del metro apenas tienen lectores porque los libros del transporte público han sido sustituidos por el teléfono móvil, más variado y llevadero. Cuando el móvil entró por la puerta el libro saltó por la ventana (antes de entrar dejen salir), aunque queden algunos románticos. El autobús de la mañana ya no es solo un medio de transporte, es un enjambre de abejas obreras adictas al celular, una superautopista de la información capaz de hacer circular millones de datos entre el barrio acomodado y el arrabal. A esa hora temprana, justo antes de que los edificios públicos se llenen de funcionarios y mientras regresan a casa los del turno de noche, el metro y el autobús son el mayor centro internacional de tráfico de información de cualquier capital, la ONU del 4.0, una orgía de ceros y unos transmutados en frases, fotografías y vídeos, memes, odio, la barbacoa del fin de semana y la cena de amigas de ayer por la noche..

El metro y el autobús son cultura y sus pasajeros se dedican a observar. O la pantalla o el libro o al resto de viajeros. En ocasiones merece la pena viajar de pie y coger perspectiva de los elementos fijos de un vagón de metro, como esos pequeños retazos de libros adheridos a las paredes del convoy, iniciativa de hace 20 años de la Asociación de Editores de la capital. Observándolos uno corre el riesgo de enfrascarse en la lectura y pasarse de parada. «¿Qué es lo que más extrañas de México?, me preguntaba Tom-Tomás. Extraño a mi hermano. Pero tu hermano vive en Madrid. Pero extraño a mi hermano, el de México, el que era pequeño y gracioso. ¡Pero lo tienes en Madrid! Ajá, pero yo lo extraño de México, no de Madrid, porque en Madrid se ha vuelto adolescente e inútil, y terco e irónico y necio y grosero» (Brenda Navarro, Ceniza en la boca). El paisaje y el paisanaje del transporte público, pequeño y gracioso unas veces, necio y grosero otras, democratizado por la tarjeta transporte y por esa voz pregrabada que anuncia, independientemente de la estación en que uno suba, que no está todo perdido: próxima estación, Esperanza.