Notas sobre cine

En el cine habitan todos los veranos del mundo

Empieza el verano y cuando empiezan las vacaciones, el cine se posiciona como ventana extensiva del estío

Mamma mia! (2008)

Mamma mia! (2008) / L.O.

Miguel Robles

Miguel Robles

Empieza el verano, y menos para los autónomos, el cuerpo pide desconectar. Ya no nos podrá perseguir el jefe, pero sí lo hará gustosamente el sol hasta la frontera que delimita la terraza del chiringuito o, más pobres, las que hincamos en la arena con la sombrilla como guardián. «Ayúdame sombrilla, eres mi única esperanza».

Pero cuando empiezan las vacaciones, el cine se posiciona como ventana extensiva del estío. Reflejo de los deseos, factibles como imposibles, de agendar cruceros por las islas griegas y acoplarse en bodas a lo «Mamma Mia» (2008); o volver al mismo sitio de siempre, el acomodo de lo rural, y encontrarse con las personas que durante tanto tiempo (cuando lo había) cartografiaban tu hogar, pero también de tus rincones secretos, protagonistas como testigos de las anécdotas que nos recordamos incluso en invierno. Eso es «Notas de un verano» (2023), una zona de confort donde liberarse, sentir y recordar. Toparse con las dudas que enfrentaste en el pasado y el peso de su resolución siguen resonando por las paredes de tu cuarto y el reproductor. Una imagen siempre sensible que delata la diferencia entre complicidad e intimidad, sin dejar de humanizar la culpa por volver a espacios seguros pero insostenibles. Tiempos que murieron, que añoramos, pero ya no podemos querer. La nostalgia por la irresponsabilidad a veces es más fuerte que el amor.

No mienten cuando dicen que en verano es momento ideal de (re) enamorarse. Preguntárselo a Joseph Gordon Levitt, metonimia del amor dependiente y frágil. Como en «500 días con ella» (2009), las historias afectivas que narramos a nuestros amigos siempre terminan durando más en la memoria, porque hicimos hueco a la posibilidad de que ocurriera. Pero como el verano, tan fugaz como el derretir de un helado, es líquido, propenso a dejarnos llevar por la hegemonía de los torsos al descubierto. A la dictadura de los impulsos, esos que demandan cariño hasta que se pone el sol. Y vuelta a empezar.

También para los románticos, igualmente negados a ponerse crema solar, les llega el momento de ponerse los paseos matutinos, secretos revelados entre kilómetros de playa y terreno migrado por insectos violentos, del mejor Eric Rohmer. Por ejemplo, «Cuentos de Verano» (1996), jóvenes que perdidos en su andar tienen el agua del mar como forma de refrescar su indecisión, vital como emocional. El director se mimetiza en el paisaje sin intervención artística, una cámara en mano que rueda la parte más superficial del conflicto, volviendo los sentimientos frívolos como irrelevantes, propios del verano.

Y los que son más niños, que empiezan en esto de la vida, o los que prefieren revivir desde las arrugas, tienen su «Moonrise Kingdom» (2011) y los colores pastel de Wes Anderson que refuerzan la creencia de que el verano es idílico, extemporáneo. Que debe serlo para cuando llegamos a la Noche de San Juan, entre bengalas y ambulancias garantizando la seguridad hepática de los adolescentes.

Aunque hay tantos niños que viven una realidad adulta que no les pertenece: demasiado pequeños los protagonistas de Carla Simón («Verano 1993» y «Alcarrás») para ver como su mundo se cae a pedazos.

20.000 especies de abejas

20.000 especies de abejas / L.O.

Que habitan como fantasmas, de ellos mismos - me acuerdo ahora de «Lucía en 20.000 especies de abejas» (2023)- o de lo que serán dentro de poco, como «Bastien en Falcon Lake» (2023); el lenguaje del sexo, tímido y compulsivo, que explota en ventanales oscuros y cerrados, sin la presencia de aquellos progenitores ya extraterrestres que invaden su espacio autocreado de impudor. Es también el aprendizaje de abandonar, atravesar el mundo adulto en la incerteza de aferrarse a la niñez, a través de los mitos infantiles que narramos y que vehiculan un universo imaginario de amor desde el miedo, o viceversa.

Pero cuando una gran mayoría empieza el verano, otros lo hacen en la imaginación. Los que viajan en avión y los que se conforman con embarcar a la web de Skyscanner. Hay tantos veranos como personas, y menos días para disfrutarlos que los días que esperamos a vivirlos. Hay otros que viven en esa espera, sin posibilidad de atravesar el calendario, en la desidia rutinaria del ventilador y el terral que acentúa la desigualdad y el rol como marginados. Los que recrean las playas en un subterráneo, como Rai y sus amigos en «Barrio» (1998), oteando la autovía de los privilegiados que huyen de una Madrid que suda el abandono de todos ellos. Ellos querrían sentir el roce contuso de la sal con las pantorrillas, incluso la picadura cariñosa de alguna medusa bajo sus pies aunque eso signifique una noche perdida. Pero no conocen el mar.

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