Opinión | Tribuna

Misterios elegantes

Carles Puigdemont, al lado de Jordi Turull y Laura Borràs

Carles Puigdemont, al lado de Jordi Turull y Laura Borràs / DAVID BORRAT / EFE

No vamos a descubrir ahora que el agua moja, pero lo que rodea a la amnistía, pendiente de ser activada, evidencia enigmas sucesivos, envueltos por livianas veladuras, astutos eufemismos y simulacros tácticos.

Hasta las elecciones del 23 de julio, la biosfera jurídica y los partidos –excepto los independentistas– la consideraban una figura arbitraria e inconstitucional que consagraba la desigualdad entre españoles.

Al ofrecerse al electorado la seguridad de que no cabía en la Constitución y de que no se aprobaría en ningún caso, el perdón no se sometió al dictamen de las urnas. Su entusiasta adhesión posterior nunca se reflejó en el programa electoral.

Todo cambió la noche electoral, cuando las urnas ofrecieron al artífice del vuelco la oportunidad de continuar en el cargo, si aceptaba las exigencias soberanistas. Esto suponía pasar, de ser uno de los más explícitos detractores, a devoto animador y al prófugo, la esperanza del irredentismo «indepe».

La metamorfosis, por mor de emergencias particulares planteadas por los resultados electorales, consistía en investir a cambio de una impunidad a voleo. En derecho, a esa decisión, motivada por siete votos que son fundamentales para la elección de un presidente, se le llama una «causa torpe» o sencillamente una «arbitrariedad».

La justificación del cambio –normalización institucional, política y social de Cataluña, en aras de la convivencia– acreditaba otro aforismo: detrás de una mentira siempre se esconde una gran verdad.

Lo malo es que tardó poco en despejarse el siguiente paso: referéndum de autodeterminación, como antesala de la independencia. A partir de ahí, Raúl del Pozo ha escrito: «Cataluña sigue siendo una angustia sin resolver».

Como estrambote momentáneo, la ausencia del teatro de operaciones de quien no consideró necesario asistir al debate para tomar la palabra en defensa de una ley trascendente, resulta inverosímil, delata pavura y no es de recibo.

Mientras tanto, hay quienes sostienen que hemos abandonado la realidad, que el sentido no existe, que el mundo entero se ha vuelto una pura representación. Para que la política deje de ser una simulación y se termine diciendo una cosa por otra, se precisa lealtad y franqueza.

Quizá debiéramos introducir el método de Stanislavsky para entender mejor las técnicas en el arte de la interpretación, buscando explorar la verdad emocional en el escenario, mediante el bloqueo de las distracciones externas, la improvisación, así como la expresión física y vocal.

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Una ley así planteada quedaba convertida en un fraude constitucional, al negociar la medida de gracia con sus beneficiarios, acabar con el monopolio del poder judicial y, por ende, romper el sacrosanto principio de separación de poderes.

En este mundo disperso y diverso, en el que se enseñorean los embelecos ideológicos no caben, sin más, discursos en forma de aforismos, verdades rápidas, ambiguas y ambivalentes. Cambiar el nombre propio de las cosas por burdos eufemismos y ocultar las verdaderas intenciones de los proyectos son prácticas crónicas del disimulo político que soportamos.

Los últimos hechos acaecidos –amnistía, Palestina, Argentina, entornos familiares– en escenarios notoriamente artificiales, suponen otros tantos simulacros tácticos, de acuerdo con la nomenclatura empleada por Lincoln Bloomfield, profesor de Ciencias Políticas del MIT.

Aquel con recorrido más largo ha sido la ley de punto final, arquetipo de la arbitrariedad en un Estado que se humilla pidiendo perdón, al reconocer que en España se persiguen las ideas políticas, los jueces incurren en lawfare (tesis de la extrema derecha racista catalana) y los ciudadanos somos desiguales ante la ley.

Al servicio de las necesidades particulares de sus agraciados, en respuesta a una extorsión, la amnistía es un derecho de gracia más radical que el indulto general, asalta el principio de igualdad y degrada la credibilidad del Estado de derecho que, haciendo penitencia por los delitos cometidos, admite su condición de culpable en el sancta sanctórum del Parlamento.

Los efectos, perversos: revocación de todas las sentencias condenatorias, dictadas por los hechos ilícitos del proceso soberanista; sobreseimiento definitivo de los procedimientos en fase de instrucción o pendientes de juicio oral; levantamiento ipso facto de todas las medidas cautelares de orden penal y redención de cualquier responsabilidad contable; distan de ser inmediatos.

La amnistía ya está aquí. Cuando se publique la ley en el Boletín Oficial del Estado, los orfebres de la norma perderán el control sobre su aplicación práctica y será cada juez quien decida en qué medida es aplicable al caso concreto de su jurisdicción. Y si subsisten dudas sobre su acomodo al derecho europeo, la instancia será el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), con sede en Luxemburgo.

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La Constitución ha sido zarandeada y no han tardado los beneficiarios en reafirmarse en sus conductas delictivas, que ahora se transforman en irreprochables penalmente, se atribuyen «el éxito» y «la victoria» por haber dictado el texto de la ley y ya han anunciado que este «no es un punto final».

Tras la derogación de la sedición y la rebaja de las penas por malversación, la justicia está inerme para responder debidamente a una quiebra del orden constitucional.

Les toca, pues, a fiscales y jueces interpretar la medida de gracia, restaurar el Estado de derecho y la igualdad de todos los españoles ante la ley. Va a ser imposible que su aplicación sea inmediata en determinados supuestos, especialmente los referidos al levantamiento de las medidas cautelares en delitos de terrorismo y malversación.

Como dice un ilustrado pagista: «El terrorismo no es como el colesterol, que lo hay bueno o malo. El terrorismo es lo que dice un juez y lo que dicen las leyes».

Para quienes apostamos por la necesidad de la reconciliación –el régimen del 78 se estrenó con una amnistía y se marchita con otra– se ha concretado la compra de la investidura a cambio del perdón, sin por ello dar garantías de no volver a hacerlo; lo que supone un daño consentido, la victoria de una minoría intransigente, con la lealtad de diputados militantes, para los que la pérdida del escaño personifica la intemperie.

El indulto era perdonarlos, la amnistía es pedirles perdón a los insurrectos y reconocerles que tenían razón, que la sentencia fue injusta y que en España hay represión político-judicial.

Resulta asombroso que una ley que supone un cambio de alcance constitucional se pueda aprobar por mayoría simple (y no, al menos, mayoría reforzada). Ni siquiera hay una mayoría, ya que los beneficiarios no deberían votarse a sí mismos.

Digan lo que digan los trapisondistas, fingiendo lo que es –una simulación– la historia no olvidará el ruido, aunque se oculten misterios elegantes.

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