Opinión | Tribuna

Las colas que me he tragado

El problema no es solo el tiempo perdido, sino la experiencia claustrofóbica y olfativa de estar de pie haciendo la serpiente infinita y absurda

Imagen de archivo de una cola

Imagen de archivo de una cola / Guillem Bosch

No piensen ustedes mal, que me refiero a las de un parque de atracciones, que más que colas eran una muestra viva de las horas de estudio necesarias para sacarse unas oposiciones. Y el problema no es solo el tiempo perdido, sino la experiencia claustrofóbica y olfativa de estar de pie haciendo la serpiente infinita y absurda, observando los tatuajes de los colegas colistas. Porque hay tatuajes chulos, incluso eróticos, pero estos eran directamente de carterista de metro, ahora bien, las mochilas ajenas ni las miraban, que ellos también tienen derecho a vacaciones.

Puestos a esperar, con mis hijos en modo avión, me puse a observar al personal, a las madres canguro sacando bocadillo por minuto, a los padres empanaos mirando el culo de la de enfrente, a las parejas peleadas, a las enamoradas, al rato también peleadas, a las ropas empapadas de otra atracción, al rato secas plancha, al rato secas terral, al rato tiesas como una mojama.

También cotilleé los móviles ajenos, con sus instagrams, sus feizbuks y sus tiktoks, sus juegos absurdos al estilo Celia Villalobos, sus wasaps y más wasaps y más grupos y más wasaps, me imagino a Mark Zuckerberg en su piscina de California vendiendo nuestras fotos, nuestros vídeos y nuestros cuernos.

Me pregunto porque todos los de la cola tienen batería infinita, menos yo, me dan ganas de chuparle el móvil a alguno modo vampiro, modo superviviente en el desierto.

Podrían poner cargadores en los pasillos de estas santas colas, o máquinas de bebidas y grifos de cerveza, las atracciones tendrían otro puntillo, o una pantalla de televisión con Juego de tronos, así podríamos ver la saga del tirón, pero no amigos, no, las colas son un ejercicio espiritual, una penitencia, la prueba previa al Camino de Santiago, a las vueltas a la Piedra Negra de la Meca, sin más distracción que concentrarte en intentar ignorar el olor ajeno, en las paredes de cartón pluma, en el pantalón mojado-seco-tieso, maldiciendo a la aerolínea low-cost porque no te cabía en la maleta un libro, no te cabía ni el cepillo de dientes, te iba a caber un libro… quiero un libro, aunque me miren aquí como si fuera un bicho raro, quiero leer algo que no sean los mensajes en la pared, modo preso, porque Mari estuvo allí y «quien lo lea es gay» y «estoy caliente, llámame», seguido de un teléfono al que no puedo llamar porque no tengo batería, además el número debe de estar comunicando.

Poemas no había, no, encuestas sí, os comparto la mejor: ¿El tamaño importa?, columna No con 4 palotes, columna Sí con tantos palitos como personas en la cola, como pelos en la cabeza de las personas de la cola, tantos que llenaban la pared hasta la planta de abajo.

Así que sí, la cosa iba de colas.

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