Opinión | Primer movimiento

La primera vez que vi el mar

Un buen beso en la mejilla o en la frente es mucho más sincero que cualquier otro, aunque eso no sale en las películas, eso es una verdad cotidiana

Sábado de playa en El Palo.

Sábado de playa en El Palo. / Gregorio Marrero

No sé si sería la primera vez, pero sí es el primer recuerdo que guardo del colegio. Era yo soltando las manos de mis padres para quedarme allí sentado en ese círculo verde que estaba pintado en el suelo. Lloraba a lágrima viva. ¿Dónde creéis que vais? Mis primeras lágrimas conscientes, probablemente. Vas creciendo y salir solo a la calle por primera vez es una épica. Yo conseguí ir a El Corte Inglés con mis amigos caminando, porque vivíamos cerca. Esa sensación de libertad, de poder entrar en la tienda y no tener que ir donde van tus padres. Subir corriendo a la planta de juguetes a buscar los cartuchos de la Game Boy por tu cuenta, como si fueras mayor y al ver uno que te gustara pudieras sacar la billetera y llevártelo. Pura fantasía, porque nadie tenía un duro. Era la primera vez. O la primera vez que tuviste dinero y te fuiste a un quiosco y te gastaste veinte duros en veinte chucherías distintas, para desesperación de esos adultos que siempre van con prisa y esperaban resoplando. 

También te marcó aquel momento en el que fuiste consciente, por primera vez, de las manifestaciones de amor de la gente. Cuando eres pequeño simplemente te encuentras con tus amigos y ya está. Vas creciendo y ese encuentro lo suele marcar un buen abrazo o un choque de manos. Dos besos, si son niñas. Un abrazo no era igual con todo el mundo, y estaba guay cuando fuiste consciente de ello por primera vez. O cuando veías a dos adultos besarse. Como cuando estaba en casa con alguno de mis padres y llegaba el otro, y se saludaban con un beso en la mejilla. Saludos entre familiares o allegados en momentos duros, como un velatorio. Fue en uno cuando advertí que un beso en la mejilla puede ser algo muy serio. No se da por dar. Un buen beso en la mejilla o en la frente es mucho más sincero que cualquier otro, aunque eso no sale en las películas, eso es una verdad cotidiana. Lo entiendes luego, cuando para una verdadera muestra de afectividad eliges la frente. El primer amor y no encontrar las palabras para preguntarle a la vuelta del cole en septiembre. La primera vez que querías saber algo de alguien. Preguntas que ahora no se hacen porque está todo en internet y ya sabes dónde ha estado y qué ha hecho. Preguntar era bonito porque siempre había sorpresas. El no saber. La primera vez que te cambiaban de clase, y veías caras nuevas. No saber sus nombres hasta que pasaban lista era bonito. Otra vez, el no saber. La primera vez que te das cuenta de que algo ha dejado de interesarte, eso también te marca, porque empiezas a elegir a qué quieres dedicar tu tiempo; y entonces te percatas de que un partido de fútbol dura demasiado. Empiezas a tomar decisiones, porque un día te das cuenta de que no tienes tiempo para todo. La primera vez que abres un libro recién comprado y sientes su tacto y su olor al pasar las páginas. O la primera vez que sientes que no estás donde tienes que estar. Que no es tu sitio. Que sobras. Que no eres querido ahí. Que falta algo, y huyes, a veces, muy a tu pesar.

La pasada Semana Santa trabajé con un inalámbrico en la radio, con los compañeros de Cope Málaga. Tuve la oportunidad de acercarme a personas anónimas a preguntarle cosas, opiniones, impresiones. Se me ocurrió buscar a alguien que no fuera español y me quisiera contar qué sintió la primera vez. Entonces me percaté de un señor llorando y santiguándose. Su nombre era César, y era de origen francés y británico. Todavía con las lágrimas en la cara, le pregunté por qué había venido y qué había sentido la primera vez que vio un trono. «Sentí lo mismo que la primera vez que vi el mar. Inmensidad, infinito, azul». Su respuesta se convirtió en una primera vez para mi. La primera vez que alguien le puso palabras a algo que yo había sentido cuando era pequeño y que nunca supe definir.