Parecía una gaviota imaginativamente embarazada. Un pájaro ruidoso y acerado, con más enredos en su interior que una comunidad de vecinos de Macondo. En la Costa del Sol muchos a su paso miraban hacia arriba, sorprendidos de encontrar una nave noble y acuartelada en lugar de la lluvia tradicional de pelotas de plástico. La mayoría, hartos de maldecir la presencia de la suegra en el paquebote y sin sospechar lo más mínimo que aquello que flotaba sobre su cabeza flotaba en realidad también por encima de todos sus ancestros, con esa manía añosa y separadora que tenía la aristocracia antes del Hola. En 1996, mientras la España del interior aprendía a desarrollar una política de baños, James Goldsmith ponía a los suyos a correr por el cielo. Incluidos, y en la misma patrulla, hijos, mujer, exmujer y amante. Casi como si quisiera que verificarán el techo de la tierra todos los que iban a llorarle.

El multimillonario se desvanecía en su finca de Benahavís y en la provincia, a pesar de ser julio y día de paga, había un clima secretamente denso y a la expectativa, parecido a los que se dan en vísperas de cambio de papado. La escena habría llevado a Lorca a probar suerte con una fusión de Truman Capote: el gran patriarca, sin perder el resplandor azul de los ojos, rodeado de toda su última corte de mujeres. Y sin que la imagen del pontífice suene ni remotamente exagerada: descendiente de generaciones centenarias de banqueros, con un talento innato para los negocios, James Goldsmith fue lo que después de la desamortización le hubiera gustado ser a todos los reyes. Y, además, con mucho más dinero. Tanto como para poder haber desmontado Marbella al completo para instalársela en su casa.

El gran Goldsmith decidió morir en la Costa del Sol porque era uno de los lugares que le transmitían más calma. Y eso que no había precisamente poca competencia entre sus propiedades. El empresario tenía un patrimonio inmobiliario que se extendía por los puntos más selectos de Nueva York, París o México. Y que en la última etapa de su lucha contra el cáncer incluyó también un castillo del siglo XVII en la campiña de Borgoña. Hasta allí, cuando ya estaba prácticamente desahuciado y a punto de trasladarse a la provincia, fueron a decirle adiós numerosos famosos. Algunos, como Thatcher o Tony Blair, con el panegírico y el sombrero previamente amarrado entre los labios.

Nacido en Francia y emigrado muy pronto a Gran Bretaña, Goldsmith supo muy pronto desligarse de la aureola de alta hidalguía que pesaba su familia para cincelar un perfil propio. Primero abandonando los estudios y ganando dinero en las apuestas de caballos -«Un hombre de mis medios no debe seguir siendo un colegial», diría-. Y más tarde convirtiéndose en la bestia de los negocios que acabaría recibiendo tratamiento de emperador en América y los países más importantes de Europa. Capaz de declararse en bancarrota y nadar en la opulencia unos meses más tarde, el gran Goldsmith llegó incluso a inspirar un personaje de Wall Street, la película de Oliver Stone. Y no sólo por su habilidad para hacer dinero, que eso, con la suficiente combinación de escrúpulos lo hace casi cualquiera, sino por su sentido del humor, sus manías litigantes y su gusto por las mujeres, que hizo que su hermano, el filósofo ecologista Edward Goldsmith, le definiera ya desde bien temprano como el eterno polígamo tribal y salvaje.

Los amoríos del millonario casi crecieron al mismo ritmo que su imperio. A los 21, se casó con María Isabel Patiño, hija de un empresario boliviano al que no le gustaba que la familia, relacionada con Alfonso XIII, se vinculara con un joven talento de las finanzas. «No solemos casarnos con judíos». «Nosotros tampoco con indios», replicó con saña. Después de su primer matrimonio, que incluyó una fuga conjunta y una muerte trágica y precipitada, Goldsmith se casaría otras dos veces, renovando en cada ocasión y religiosamente los votos irredentos del Casanova cum laude. Desde la pérdida de su primer amor, el empresario no entendía el compromiso con una mujer sin buscarse automáticamente otra para que le hiciera llevar una vida feliz por partida doble. Y los hijos fueron llegando («cuando un hombre se casa con su amante crea una vacante», escribió), hasta ocho, todos, incluida Jemima, ex de Hugh Grant, bien emparentados. Lo que no varió fue la devoción por Benahavís, lugar del pájaro de acero, centro todavía de reuniones familiares.