Lo que más le gustaba, el placer más mundano del que solía gozar en sus escasas horas de libertad, era la soledad. Por eso, cuando sus innumerables quehaceres se lo permitían, solía deambular sólo, por los pasillos de lo que era su casa, absorto en sus pensamientos, sabedor de que esos minúsculos instantes de su vida, eran los únicos momentos de intimidad de los que podía disfrutar. Seguramente soñaba con ser libre mientras miraba tras la ventana del inmenso palacio que habitaba, lejos de la capital de su reino, en la pequeña villa de El Escorial.

Aquel día, la brisa de la ventana semiabierta traía aromas de tierra mojada y sensaciones de humedad, la misma que llenaba de amargura su cara, mientras una solitaria lágrima dejaba en su boca el sabor que solo tiene la sal. Miró a todas partes, cerciorándose de estar sólo, se secó las lágrimas, a sabiendas de que un rey no puede llorar y caminó lentamente hacia la montaña de papeles en la que se había convertido su trabajo. Sentado en su despacho mandó llamar a su hijo.

«El ser rey, si se ha de ser como se debe, no es otra cosa que una esclavitud precisa».

Meses después, un 13 de septiembre, en el año de 1598, contando la edad de 71 años, el que fuera llamado como Rey Prudente, el monarca en cuyo Imperio «nunca se ponía el sol», aquejado de una infección renal y sumido en graves problemas neurológicos, aquel a quien la Historia bautizó, para ser eterno, como Felipe II, moría envuelto en llagas y el hedor que desprendía su putrefacto cuerpo. Por fin, aquel Dios católico a quien dedicó su vida, se apiadaba de él. Por fin, las noches terribles de locura, donde el sueño no se podía conciliar pues siempre lo despertaba la terrible aparición de un horrible perro negro, se acababan para siempre. Al fin, el hombre más poderoso del planeta podía descansar en paz y con él, también hacerlo sus enemigos. Sus poderosos enemigos.

Había nacido en Valladolid un 21 de mayo del lejano año de 1527, su padre fue el emperador Carlos I, nieto de los Reyes Católicos que conquistaran Málaga y de Isabel de Portugal. Su niñez duró poco, pues con tan solo 16 años, su padre le nombró Regente de España y obligado a casarse con su prima María Manuela de Portugal.

La reina da a luz a su primogénito, Carlos, pero muere a consecuencia del parto. Años después, el príncipe que hubiera heredado sus dominios, aquel que hubiera llegado a ser Carlos II, murió también en un oscuro suceso y aquejado de una cierta locura, que siempre consumió a su padre, el ya rey Felipe II.

Volvió a casarse con María Tudor, reina de Inglaterra y a la muerte de ésta con Isabel de Valois, su gran amor, para al final contraer últimas nupcias con su sobrina Ana, hija de su propia hermana María y del emperador Maximiliano II de Austria, acuciado por la necesidad de tener un heredero, suerte que recayó en el cuarto de los hijos que tuvo con ella y que reinó con el nombre de Felipe III, aquel a quien el rey había advertido de su oficio como el de «una esclavitud precisa».

En estos días inciertos de nuestro siglo XXI, hemos escuchado hablar de ciertas acciones que activistas marroquíes han desarrollado en el Peñón de Vélez de la Gomera, un territorio español unido a Marruecos por una lengua de tierra, desde que en 1930 un terremoto así lo hiciera, y a escasos metros de las tierras de África. Dependiente de la Capitanía Militar de Melilla, actualmente carece de valor estratégico, incluso en las Cortes de 1872 se propuso su voladura, sin que prosperara tal solución.

Pero su escaso valor estratégico actual no enmascara el alto valor que sí tuvo en siglos anteriores. Felipe II y nuestra ciudad de Málaga podrían contarnos muchas cosas acerca de todo esto.

Todo empezó cuando el Papa Alejandro VI, aquel famoso Borgia, otorgó a los Reyes Católicos el derecho a conquistar el norte del continente africano, mediante una bula denominada «Ineffabilis», que obviamente los monarcas cumplieron. Como consecuencia de todo esto, el Peñón fue tomado en septiembre de 1508 por el capitán Pedro de Navarro, construyéndose entonces allí y para su protección frente a los berberiscos, importantes defensas y dotando a su castillo de suficiente guarnición y piezas de artillería. Este hecho molestó tanto al rey de Portugal, Manuel I, que a punto estuvo de comenzar un conflicto entre ambas potencias, zanjada por las explicaciones de Fernando el Católico en el tratado de Cintra, donde ambos países además, se repartieron también influencias en aquella zona del mundo.

Las explicaciones eran sencillas pues tan solo se trataba de evitar las numerosas razzias que los piratas berberiscos hacían en las costas de Granada y Málaga y que tenían como propósito la expoliación y el saqueo de sus pueblos, la violación sistemática de sus mujeres y la obtención de esclavos. El 20 de diciembre de 1522, los piratas argelinos de Fez, atacan el castillo, lo conquistan y matan a toda su guarnición, incluido su gobernador Juan de Villalobos. El peñón es ahora propiedad del sultán Salah Arraez, quien ante el temor de ser atacado, traspasa su posesión a los turcos.

Tener a los enemigos más feroces contra su reino a tan escasa distancia de España, es algo que el, ya monarca, Felipe II no puede permitir, por lo que ordena su reconquista. Una pequeña flotilla malagueña, comandada por Sancho de Leyva, desembarca en el peñón, pero ante la feroz resistencia de sus ocupantes, decide regresar a Málaga. Felipe II ordenó entonces su rápida y eficaz conquista, así, una gran flota comandada por García de Toledo, marqués de Villafranca, el 29 de agosto de 1564, partió desde Málaga con 93 galeras y 60 transportes, al mando de trece mil hombres que desembarcaron en el islote el primero de septiembre de ese mismo año, cercando inmediatamente el castillo.

Los siguientes días se sometió a abundante fuego de artillería a los defensores turcos que aterrorizados abandonaron la plaza. El 6 de septiembre, nuevamente el pendón de España ondeaba en la punta más alta del Peñón, lugar y fechas desde la que no ha dejado de ondear desde entonces.

El 13 de septiembre, el mismo en que años después falleciera Felipe II, el rey que ordenó su toma, llegaron a Málaga las noticias de la conquista.