Una de las consecuencias más palpables de la revolución de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) ha sido la transformación de la información disponible, en diversidad, cantidad, accesibilidad y rapidez. De ser un bien tradicionalmente escaso y sujeto a múltiples carencias, ha pasado a situarse en el reino de la abundancia. Es verdad que expresiones relacionadas con la «sobrecarga de información» vienen empleándose desde hace décadas, pero en los últimos años la generación de aquella ha abocado a una auténtica inundación de flujos que acumulan montañas de datos difíciles de percibir a través de unidades de medida con crípticas denominaciones que se escapan al común entender. El hecho de que la nómina de éstas no cesa de ampliarse, para dar cabida a magnitudes cada vez más inabarcables, desde el megabyte al petabyte, al exabyte o al zettabyte, es un buen indicador de ese proceso imparable.

Las ventajas de todo tipo derivadas de la disponibilidad de información son igualmente inconmensurables, lo cual no significa que sean despreciables algunos costes inherentes a una marea informativa que se extiende a través de múltiples canales. Para un usuario normal de los medios tecnológicos son muchos diariamente los mensajes que reclaman su atención de manera continua, sin atenerse a franjas horarias determinadas.

La perturbación de la concentración que ello origina a quien no tiene posibilidades, objetivas o subjetivas, de «desconexión» es hoy causa de preocupación. Aparte de los posibles trastornos psicológicos, la productividad y la creatividad pueden resentirse. Esta última, no solo por la falta de continuidad en una actividad, sino por la inclinación a buscar el «producto» que necesitamos en los infinitos archivos existentes en internet. En ocasiones, sin embargo, la tentación de la búsqueda, difícil de contener, acaba en una experiencia frustrante, convertida en una estéril inversión de tiempo.

La aplicación de filtros, las desconexiones temporales y la reserva de un tiempo para la reflexión propia, en aislamiento de dispositivos externos, son recomendaciones que se oyen cada vez más a fin de contrarrestar los efectos negativos de la hiperabundancia informativa. Como pautas recomendables son fáciles de enunciar, pero mucho más difíciles de llevar a la práctica con regularidad.

Otros problemas asociados a la acumulación de información están ligados a las dificultades que surgen para su almacenamiento, la seguridad y la preservación de la privacidad. Cuando los flujos informativos crecen a un ritmo endiablado que hace casi imposible tomar conciencia de su magnitud real a tenor de las unidades de medición empleadas, los riesgos no son despreciables. Según algunas previsiones, la cantidad de información que fluirá anualmente por internet llegará en 2013 a 667 exabytes, lo que equivale a 6,7 billones de ejemplares de una densa revista de 100 páginas, como The Economist, de la que proviene dicha información.

Ni que decir tiene que las oportunidades y utilidades potenciales de tan inmensa cantidad son igualmente extraordinarias. Pero, evidentemente, la capacidad para cribar, seleccionar, procesar y utilizar adecuadamente tan impresionantes cifras de información acumulada y en constante generación no aumenta a un ritmo, ni de lejos, equiparable. Las tareas ligadas al tratamiento estadístico de la información alcanzan así una enorme trascendencia. En este contexto, Hal Varian, economista jefe de Google, ha llegado incluso a pronosticar que el puesto de estadístico sería el más «sexy» en los años venideros.

Las exigencias de cualidades y destrezas para los generadores y los usuarios de la información estadística no son pocas. Como señalaba John Kay en un artículo publicado el pasado mes de agosto en el diario Financial Times, muchos de los datos que se vierten en conferencias sobre temas económicos tienen una solvencia no contrastada: las estadísticas solo son válidas en la medida en que lo sean las fuentes de las que se extraen y las capacidades de quienes las utilizan.

Las nuevas tecnologías destruyen funciones y empleos típicos de otras épocas, pero al mismo tiempo generan otros yacimientos de puestos asociados a la gestión del conocimiento, que adquiere una importancia crucial en todas las facetas de la actividad económica y social, con una proyección que va mucho más allá de la simple acumulación de indicadores estadísticos.

Como ha expresado Erik Brynjolfsson, director del Center for Digital Business del MIT (Massachusetts Institute of Technology), «estamos adentrándonos rápidamente en un mundo donde todo puede ser monitorizado y medido, pero el principal problema va a ser la capacidad de los humanos para usar, analizar y dar sentido a los datos». Paradójicamente, ante un exceso de información, la propia información de calidad y útil se ha convertido en un bien escaso, diseminado, sin ser utilizado de forma óptima, en un inmenso laberinto lleno de vegetación de las más variadas especies, no siempre benignas.

José M. Domínguez Martínez es catedrático de Hacienda Pública de la Universidad de Málaga