La editorial Zut acaba de publicar El chico que diste por muerto, del peruano Javier Ponce Gambirazio. Una novela de identidad múltiple y tendencia esquizoide que atrapa el mundo a través de la mirada/voz de su protagonista. Las primeras páginas de este artefacto narrativo se presentan ante el lector con una poética de alma voraz y precipitada que supera el mero ejercicio de la palabra, como si ésta quedara reseca, limitada e impotente ante lo que el autor pretende hacer en este título. La inteligencia de Ponce no se limita exclusivamente a un plano formal, es decir, a darle a la palabra una plasticidad poco habitual en nuestra geografía narrativa, sino que El chico que diste por muerto hace trabajar al lector en varios niveles, provocando, en quien sostiene el libro, la aparición de la figura de lector activo, la misma que obsesionó a Henry James y que trocea las obras de Easton Ellis como piezas de una maquinaria implacable. Como percibirá todo aquel que se acerque, con gallardía, a este título, el peruano va más allá y no sólo busca hacer pensar al lector, implicarlo en la acción narrativa, encajarlo en el tórax del protagonista, sino que busca asediarlo hasta que sólo quede de él un mero esqueleto de emoción y confusión. Pretende imprimir la velocidad de una certeza que reside en la matriz de esta obra.

La estructura que soporta la historia resulta eficaz tanto para el argumento como para el estilo, asegurándose el autor un doble tanto. El chico que diste por muerto cuenta cosas que algunos no se atreverían a narrar o simplemente no sabrían cómo hacerlo. El responsable de Una vida distinta (Pre-Textos, 2006) articula a través del cuerpo del protagonista, de ese objeto de sensaciones, memoria y pasiones al que queda recudido, un argumento sobre la prostitución, sobre los desheredados y la periferia, sobre ese fragmento de la realidad que avergüenza y golpea a la condición humana con la contundencia de una mentira. Gracias a ese doble tanto que nombro, Ponce se acerca a territorios propios de otras latitudes, horizontes en los que Fante, Ellis y Ginsberg dictan las pautas de conducta. Pero la brillantez de este título no termina aquí. El espacio físico y el tiempo desaparecen entrelazados con nombres propios que irrumpen como una letanía perversa para hacer recordar al protagonista la magnitud y tamaño de su miserabilidad. No sé si la realidad que escribimos a este otro lado está preparada para El chico que diste por muerto, de lo que sí creo estar segura es que esa realidad latente y perpetua que configura Ponce Gambirazio está más que lista para darnos cobijo.